Berlín: noviembre de 1989

Este artículo apareció en En lucha No.100, noviembre de 2004.

¿Qué significó la caída del muro de Berlín en 1989? No es una cuestión meramente histórica, o de importancia sólo para la gente de la región.

Si los países del Este, con sus dictaduras y policías secretas, representaban alguna forma de socialismo o “Estado obrero” —como mantiene tanto la derecha como mucha gente en la izquierda y el movimiento anticapitalista— entonces el socialismo no puede formar parte de ese “otro mundo” que queremos.

Frente a estas visiones, este artículo argumenta que las luchas contra estas dictaduras son una parte de la historia del socialismo desde abajo que debemos recuperar.

¿Qué fueron estos países?

La historia de los países del Este de Europa es diferente a la de Rusia.

En Rusia, la revolución de 1917 representó, durante unos años al menos, una liberación auténtica, donde millones de personas trabajadoras tomaron el control de sus propias vidas. Desafortunadamente, la ola de luchas revolucionarias que se desató por toda Europa, entre 1918 y 1923, no produjo otra revolución socialista victoriosa, y la Rusia revolucionaria quedó aislada.

Poco a poco, el esfuerzo de resistencia ante los intentos de invasión imperialista se cobró factura bajo la forma de crisis económica y, más importante aún, con el declive de la organización democrática desde abajo.

Así se abrió el camino a la ascensión de Stalin y de la capa de burócratas que él representaba. Éstos se convirtieron en una nueva forma de burguesía: explotaban a los trabajadores tanto o más que la burguesía occidental, con la diferencia de que lo hacían por medio de un único capital estatal, y lo justificaban con retórica “marxista-leninista”.

Tuvieron cierto éxito al industrializar la anteriormente retrasada Rusia, lo suficiente como para poder jugar un papel decisivo en la derrota de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.

El éxito militar se reflejó al final de la guerra, cuando Churchill, Roosevelt y Stalin se repartieron Europa. A Stalin le tocó Europa del Este, desde Polonia hasta la mitad de Alemania y hasta los Balcanes en el Sur.

En Rusia, el capitalismo de Estado había aparecido como un resultado inesperado de la derrota de la revolución. En los países del Este, fue impuesto por el poder ocupante ruso.

Una historia de luchas

Contrariamente a la imagen monolítica que se creó en Occidente, la historia de los países del Este está llena de importantes luchas: la revuelta obrera de Alemania del Este de 1953; la revolución húngara de 1956, donde se crearon consejos obreros; la “primavera de Praga” en Checoslovaquia en 1968; Solidárnosc en Polonia en 1980-81…

Todas nos ofrecen lecciones que son valiosas para nosotros hoy. A pesar de sus diferencias, solían empezar con una explosión espontánea contra el sistema y con el surgimiento de movimientos impresionantes. Después de un tiempo, empezaba la confusión política y luego aparecía una polarización dentro del movimiento, entre los que querían contener la lucha, y unos pocos que querían ir hasta el final y acabar con el sistema. El poco peso y la falta de coordinación de estos últimos contribuyó a que el sistema —a veces con caras nuevas— lograse reimponerse.

El ejemplo de Polonia servirá como muestra. Ésta fue, en su momento, la mayor lucha obrera de la historia. Empezó en agosto de 1980, con huelgas en varias fábricas contra la subida de los precios. La burocracia concedió mejoras, pensando que así se acabaría todo. Pero el efecto de las concesiones ganadas por los trabajadores fue el de inspirar a otros a luchar y a organizarse también. En poco tiempo, la nueva organización sindical Solidárnosc se había extendido por todo el país.

Igual que en las luchas anteriores en el Este, una crisis económica paralizó la capacidad del régimen para actuar. Se produjo una situación de “doble poder”: por un lado una burocracia asustada, por el otro un movimiento de 10 millones de trabajadores.

El problema para el movimiento era: ¿qué hacer?

Las cuestiones políticas se volvieron cruciales. Un sector de Solidárnosc, liderado por Lech Walesa, argumentó que el movimiento debía autolimitarse: no plantearse derrotar al Estado y a la burocracia, sino actuar como “contrapoder” y negociar con ellos.

Otro sector abogó por la autogestión, o cooperativas, no a nivel de toda la sociedad —lo que sí habría implicado una lucha por derribar el poder existente— sino al de fábricas individuales. El resultado, en la práctica, fue el buscar convivir con el sistema.

Los que querían llevar la lucha adelante carecían de coordinación, y poco podían hacer frente a las maniobras de Walesa, que insistía en imponer su “dictadura” dentro del movimiento.

Era imposible que el balance de poder entre el movimiento y el Estado se mantuviese indefinidamente; tenía que resolverse en una dirección u otra.

La incapacidad de los dirigentes de Solidárnosc para avanzar dejó abierto el camino a un golpe militar, dirigido por el General Jaruzelski —una suerte de Pinochet polaco— en diciembre de 1981.

El muro y la crisis

Los trabajadores polacos fueron derrotados, pero su lucha había demostrado a los dirigentes estalinistas que ya no podían mantener el control de un sistema en declive mediante la represión; tenían que resolver sus problemas económicos.

Como se ha comentado, en la década de 1930, el capitalismo de Estado en Rusia había avanzado muchísimo —con un terrible coste humano— en comparación con los países occidentales, basados en el capitalismo de empresas privadas.

Pero, frente a las crisis que empezaron en 1973, el capitalismo occidental giraba hacia una cada vez mayor internacionalización de la producción.

El capitalismo ruso, en cambio, seguía atrapado dentro de las fronteras del “bloque soviético”, con métodos ya anticuados y poco competitivos. Gorbachev propuso modernizar la economía mediante la perestroika (reestructuración) y la glasnost (apertura), a mediados de los 80.

Pero, una vez rebajado el control burocrático, cualquier cosa podía pasar.

Los dirigentes de los países del Este también buscaban cambios: ya no querían someterse a la URSS, sino mirar por sus propios intereses. Un síntoma de su autonomía era que, desde los años 70, varios países habían sacado importantes préstamos a bancos occidentales y, en algunos casos, ya estaban tratando con el Fondo Monetario Internacional.

Como expresión de la misma táctica del palo y la zanahoria que aplicaban los dirigentes rusos, los gobiernos de Polonia y Hungría abrieron “mesas redondas” de diálogo con la oposición. Pero les era muy difícil controlar hasta dónde llegaba el proceso.

En el verano de 1989, el Gobierno húngaro decidió permitir a los ciudadanos de Alemania del Este, que se encontraban de vacaciones en Hungría, cruzar la frontera con Austria, desde donde podían llegar a Alemania Occidental, el país al cual, durante décadas, se les había prohibido el acceso por medio del muro de Berlín.

El muro había aparecido de repente en 1961, como una barrera entre el Este y el Oeste de Berlín. Gran parte de la izquierda occidental no quería entenderlo, pero la necesidad de un muro para evitar que los trabajadores escapasen demostró que Alemania Oriental no era ningún tipo de Estado más progresista que el occidental.

La decisión húngara supuso que, en poco tiempo, miles de personas de Alemania del Este tomasen el camino hacia el Oeste, imaginando que allí podrían cumplir sus sueños.

El éxodo demostró que el sistema no era tan poderoso como había parecido. La gente dentro de Alemania Oriental adquirió confianza para manifestarse a favor de cambios democráticos en su país. Al principio las manifestaciones eran pequeñas y reprimidas, pero la gente había probado su propia fuerza, y las protestas se extendieron cada vez más.

El 9 de noviembre de 1989, el Gobierno de Alemania del Este intentó suavizar la situación abriendo el muro de Berlín. Empezó la ola que arrasaría los regímenes por toda la zona.

En Checoslovaquia ya había habido protestas contra el Gobierno, pero la caída del muro dio al movimiento un impulso importantísimo.

A finales de noviembre, 3 millones de trabajadores hicieron una huelga general de 2 horas, y las manifestaciones para conseguir la democracia crecieron hasta contar con 500.000 personas. Fue la “revolución de terciopelo”, que hizo del escritor y opositor, Vaclav Havel, Presidente del país.

En la Navidad de 1989, en Rumania, la lucha adoptó su forma más extrema cuando en un mitin, convocado para ensalzar al dictador Ceausescu, miles de rumanos explotaron en abucheos. Al cabo de pocos días estalló un conflicto armado que acabó con la ejecución de Ceausescu.

El sistema que llevaba 40 años oprimiendo a la gente de Europa del Este había acabado.

El resultado

El balance de los últimos 15 años en Europa del Este, igual que en la ex URSS, no parece muy positivo. El neoliberalismo campa a sus anchas, y el nivel de vida de la mayoría de la población ha sufrido una fuerte caída.

Para mucha gente de la vieja izquierda, esto demuestra que las sublevaciones de 1989 fueron un error, incluso una contrarrevolución.

Pero esto sería como contemplar las privatizaciones, los GAL, la entrada en la OTAN, las ETT… y concluir que las luchas contra el franquismo y de la transición fueron una equivocación.

La verdad es que la crisis económica existía antes de las luchas de 1989, y fue un factor detonante de éstas. Las diferentes clases dirigentes han respondido a la crisis con políticas neoliberales. En China, por ejemplo, se está privatizando y la desigualdad ha aumentado enormemente, a manos del partido único “comunista”.

Lo que ha pasado en el Este no es la “restauración” del capitalismo, sino un cambio en la forma de éste, igual que ha pasado en el Estado español —y gran parte del mundo— en las últimas décadas.

Hay dos cosas clave que señalar de 1989.

Primero, que las luchas consiguieron el derecho de organización política, la creación de sindicatos más o menos libres… En suma, mayores posibilidades de luchar contra el neoliberalismo de las que existen en China o —salvando las diferencias— en Cuba.

Segundo, y más importante aún, igual que en la transición española, el resultado no estaba escrito de antemano. Los cambios podían haber ido mucho más lejos, hacia un cambio social fundamental. Fue la falta de organización y de claridad política en los movimientos la que permitió a las clases dirigentes volver a establecerse —con sus trajes de democracia en vez de dictadura— al final del proceso.

Con todas sus limitaciones, las luchas desde abajo de 1989 son una parte importante de nuestra historia, de la lucha por otro mundo.

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