Irán explota: democracia, lucha de clases y justicia social

Artículo publicado en La Hiedra, septiembre de 2009

Las elecciones presidenciales en Irán del pasado junio provocaron las mayores protestas en el país desde la revolución de 1979. David Karvala analiza el significado del conflicto y los debates que se han abierto en la izquierda anticapitalista occidental.

Las elecciones presidenciales celebradas en Irán el viernes 12 de junio fueron la culminación de una campaña electoral excepcionalmente activa. Los resultados oficiales, anunciados a las dos horas de cerrarse las urnas, dieron una mayoría del 62,3% al actual presidente, Ahmadineyad, frente al 33,7% de su principal rival, Mir Husein Musaví.
Se produjo una gran e inédita reacción inmediata, con manifestaciones en la calle, que denunciaban un fraude por parte del Estado, y en las que se preguntaba : “¿dónde está mi voto?”. Las protestas, que llegaron a involucrar a millones de personas, fueron recibidas con represión por parte del Estado iraní, así como de las fuerzas paramilitares leales al régimen.


Los medios occidentales se hicieron eco de las acusaciones de fraude y condenaron la represión. El contraste con su reacción ante casos de fraude electoral y represión, más cercanos a casa, es más que evidente.

Ante esta hipocresía, una parte de la izquierda internacional reaccionó condenando las protestas como una maniobra del imperialismo y aplaudiendo a Ahmadineyad. Un buen ejemplo es el académico estadounidense de izquierdas, James Petras, que declara que “Los neoconservadores, los conservadores libertarios y los trotskistas se unieron a los sionistas para aclamar a los manifestantes de la oposición como avanzadilla de una revolución democrática”.

¿Estamos, entonces, ante una maniobra de la CIA? O bien, ¿representa Musaví la esperanza de un Irán democrático?

La verdad es mucho más compleja, y nos obliga a considerar la relación entre las amenazas, muy reales, del imperialismo y la realidad de una sociedad de clases como es Irán.

Imperialismo y revolución

Irán lleva más de un siglo bajo la sombra del imperialismo. En la primera década del siglo XX, Gran Bretaña y la Rusia zarista se repartieron el país; en los años 20, los británicos apoyaron la instalación de un militar como “Sha”, o rey, para proteger sus intereses petroleros; en 1941 Gran Bretaña y la Rusia estalinista instalaron a otro Sha —Reza Pahlavi, hijo del anterior—; y en 1953 EEUU acabó con las reformas del gobierno nacionalista del Primer Ministro Mosadeq mediante un golpe militar y restaurando la dictadura del Sha.

Durante las siguientes décadas, Irán fue —junto a Israel— una parte esencial del dominio estadounidense de la región.

Por eso, la revolución de 1979 fue un duro golpe para EEUU que aún duele.

Ahora se la conoce como la “revolución islámica”, pero empezó como otra cosa.

El proceso revolucionario se inició en 1977 con las protestas de intelectuales y estudiantes. A principios de 1978, el clero y sus fieles iniciaron un ciclo de manifestaciones contra la represión. Las protestas fueron importantes, pero el Estado pudo hacerles frente.

El cambio llegó en el verano de 1978, cuando los trabajadores salieron a la calle en combativas huelgas, con demandas políticas: sindicatos libres frente al sindicato vertical controlado por la brutal policía secreta, SAVAK; una semana laboral de 5 días; mejores prestaciones sociales; e incluso guarderías en los lugares de trabajo. En octubre, los trabajadores petroleros se declararon en huelga, pidiendo el fin de la ley marcial, libertad para los presos políticos, el fin de la discriminación contra las trabajadoras y empleadas, la ruptura de relaciones con Sudáfrica e Israel, etc.

Fue el inicio del fin para el régimen; las huelgas traspasaron los límites de las fábricas y refinerías, y se convirtieron en la punta de lanza de una masiva oposición social.
El Sha abandonó Irán en enero de 1979, y en febrero los restos de su administración cayeron ante una breve sublevación armada por parte de las organizaciones guerrilleras.

Jomeini toma el poder

El dirigente islamista, el ayatolá Jomeini, volvió de su exilio en Francia el 1 de febrero de 1979, y 5 días más tarde se declaró jefe de Estado. Se dedicó inmediatamente a revertir los logros sociales de la revolución.

Muchas fábricas cuyos directivos habían huido estaban bajo el control de las shoras, comités de trabajadores. En los lugares de trabajo donde había jefes —muchos de ellos nuevamente nombrados por el Estado islámico— las shoras limitaban su poder. Huelgas, por cuestiones económicas y políticas, explotaron por doquier.

Incluso antes de volver a Teherán, Jomeini había creado un comité para investigar las huelgas; uno de sus 5 integrantes fue el ayatolá Hashemi Rafsanyani. El nuevo régimen tachó a los huelguistas, y luego a todos los integrantes de las shoras obreras, de “contrarrevolucionarios”.

Sus palabras fueron reforzadas por las acciones de la “Guardia Revolucionaria”, o Pasdaran, y su brazo adjunto paramilitar, los Basiyi. Estas fuerzas, totalmente leales a Jomeini, fueron reclutadas entre los sectores más pobres del país, que no podían organizarse como lo hacían los trabajadores industriales, y que tenían como puntos de referencia la religión y la mezquita. Actuaban como fuerza de choque para destrozar las shoras obreras. En su lugar, crearon “shoras islámicas”, compuestas de fieles, tanto trabajadores como jefes, y cuyo objetivo era luchar en los lugares de trabajo por la ideología del nuevo régimen y contra el “comunismo”.

¿Dónde, entonces, estaba la izquierda? Los trabajadores habían liderado la revolución, y los grupos guerrilleros, los Fedayines y los Mujaidines, habían protagonizado la insurrección final. Hubo un partido importante pro Moscú, el Tudeh, que tenía fuertes tradiciones de lucha obrera.

Lo increíble es que casi toda la izquierda apoyó la disolución de las shoras, y se hizo eco de las acusaciones de “contrarrevolucionarios” que el régimen islamista vertió contra los huelguistas, las minorías nacionales, las mujeres que reivindicaban la igualdad, etc.

Su justificación fue que Jomeini estaba enfrentado al poder americano. El Tudeh, por ejemplo, declaró que “el Islam es la ideología de la revolución antiimperialista”.
La hostilidad de EEUU hacia el nuevo régimen era real: Washington le culpaba por haber derribado a un aliado americano clave.

La tensión aumentó en noviembre de 1979, cuando estudiantes jomeinistas —ligados a un grupo llamado Daftar-e tahkim-e vahdat (Oficina para consolidar la unidad)— tomaron la Embajada estadounidense, con 53 rehenes.

Y en 1980, Sadam Husein, instigado por EEUU, atacó Irán, desatando una terrible guerra que duró 8 años (y que de paso proporcionó a Jomeini una excusa perfecta para endurecer la represión).

Pero “imperialismo” no es simplemente un sinónimo de EEUU, sino que es, en palabras de Lenin, una fase del capitalismo.

Una lucha antiimperialista consecuente requiere de un movimiento obrero combativo, la liberación de las mujeres y, en un Estado plurinacional, como es Irán, la libertad de las naciones oprimidas.

Entre 1979 y 1981, la izquierda iraní se olvidó de todo esto, y respaldó la represión “antiimperialista”. Cuando Jomeini hubo acabado con los movimientos independientes, reprimió lo que quedaba de la izquierda. Incontables activistas sufrieron cárcel, torturas y ejecución, o bien se fueron al exilio.
A principios de los años 80, Jomeini había invertido los logros de los trabajadores en la revolución, y había consolidado el poder del nuevo sistema.

El nuevo régimen

El capitalismo estaba seguro en Irán, pero ya no era el capitalismo pro occidental de la época del Sha.

Desde 1979, Irán tiene un sistema político híbrido, donde cargos electos conviven con el poder decisivo de órganos teocráticos, como el Consejo de Guardianes. Y por supuesto, el Líder Supremo —hasta su muerte en 1989, Jomeini, y desde entonces, Jamenei—, que no es un mero símbolo.

La economía tiene un gran sector estatal, así como enormes “fundaciones”, entidades semi estatales, llamadas Bonyad. La mayor de éstas, la Bonyad Mostazafin, o “fundación de los oprimidos”, actualmente posee centenares de empresas y emplea a unos 700.000 trabajadores.

La clase dirigente iraní es compleja, y abarca desde los altos cargos del Estado, la cúpula de las fuerzas armadas —especialmente la Pasdaran—, la cúpula religiosa, directivos de las Bonyad, hasta los capitalistas tradicionales.

Esta diversidad, así como las dificultades inherentes de controlar una economía nacional dentro de un mundo globalizado y militarizado, a la vez de hacer frente a las demandas desde abajo, produce importantes discrepancias entre los dirigentes iraníes. Pero éstas no se resumen en una simple distinción entre “conservadores” —tradicionalistas fuertemente opuestos a EEUU— y “reformistas” liberales y pro occidentales.

Hashemi Rafsanyani —“reformista”— fue nombrado por Jomeini como jefe de las fuerzas armadas en 1988, y se hizo presidente en 1989. Durante su mandato, impulsó políticas neoliberales, con el beneplácito del Líder Supremo Jamenei, que ahora es el principal valedor del “conservador-populista” Ahmadineyad.

Su sucesor, Muhammad Jatami, arrasó en las elecciones de 1997, porque la gente esperaba mejoras económicas y libertades democráticas. Jatami es más digno del término reformista que Rafsanyani, y su presidencia inspiró importantes movimientos por la democracia, de mujeres, etc. Aún así, en 1999, estudiantes que se manifestaban a favor de sus reformas fueron brutalmente reprimidos, y él los denunció a los ellos, no a sus represores. Este hecho, así como su pasividad cuando los conservadores del Consejo de Guardianes excluyeron a centenares de sus candidatos en las elecciones legislativas de 2004, desprestigió a los reformistas ante los ojos de muchos iraníes.

Así que en las presidenciales de 2005, frente al impopular Rafsanyani, Ahmadineyad se presentó como una cara nueva —aunque ya era Alcalde de Teherán— y populista, y salió victorioso (aunque es posible que entonces también hubiera fraude). Mucha gente pobre votó por Ahmadineyad porque prometió poner “el dinero del petróleo en las mesas de los pobres”.

Salvo algunos gestos, esta promesa no se ha cumplido. El Estado iraní excluye el cuestionarse, ni mínimamente, los intereses de la clase dirigente del país.

Lucha de clases en Irán

Lo importante es que, igual que en 1979, la cuestión de clase en Irán no se limita a quién distribuirá las limosnas entre los pobres. Existe una lucha de clases real, aunque como siempre desigual.

Esta lucha la llevan a cabo con ahínco los dirigentes iraníes —los que unos escritores llaman los “mulás millonarios”— que hacen todo lo posible por defender su poder.
Manejan en su propio interés las empresas estatales, así como las Bonyad, y se pelean por beneficiarse del programa actual de privatizaciones en el país.
Ahmadineyad no es nada ajeno a esto. Su gobierno aplica una política totalmente capitalista y, en lo esencial, neoliberal.

En la primavera de 2008, el ministro de Asuntos Económicos y Finanzas se jactaba de que sólo en los 9 meses anteriores, Irán había recibido en inversión directa extranjera casi 11 mil millones de dólares, más del doble que durante el mismo período del año anterior. Anunció también que la privatización desde 2005 —mediante la venta de acciones de empresas estatales— había superado en más de tres veces la de los 15 años anteriores.

Mientras tanto, millones de iraníes viven por debajo de la línea de pobreza; el 7,3% de la población vive con menos de $2 al día. El 10% más rico de los iraníes tiene 17 veces más ingresos que el 10% más pobre, duplicando la desigualdad de Egipto, que no es ningún modelo de justicia. La tasa de paro es del 17%.

Incluso los que trabajan sufren la precariedad: muchos encadenan contratos temporales, o incluso trabajan sin contrato. Mucha gente necesita 2 o incluso 3 empleos para llegar a fin de mes. El impago del salario es muy frecuente, incluso en las empresas estatales y las Bonyads.

La inflación en Irán es masiva, llegando en octubre de 2008 a una tasa anual del 30%. En las elecciones Ahmadineyad mantuvo que había bajado a “sólo” el 14%, afirmación cuestionada por otros candidatos. De todas formas, se ha producido una fuerte reducción en el valor real de los salarios.

La única organización obrera reconocida es el sindicato vertical establecido tras la revolución, el Khane Kargar, o “Casa del Trabajador”.

Pero Irán vive desde 2004 un resurgimiento de las luchas obreras. Al igual que en la transición española, o en Egipto hoy, los nuevos activistas obreros (y obreras) combinan la creación de nuevas organizaciones con trabajo más o menos clandestino dentro del sindicato vertical.

En la fábrica de coches, Irán Khodro, mediante una serie de huelgas, los trabajadores consiguieron el pago de los salarios atrasados. Más impresionante aún, este mayo lograron la reconversión de empleos temporales y subcontratados en trabajos fijos en la propia empresa. Las luchas en la empresa de buses de Teherán han impulsado el sindicato independiente de 17.000 conductores, Sherkat-e Vahed, cuyo dirigente, Mansour Osanloo, lleva varios años en la cárcel. El profesorado de las escuelas —del que un 80% son mujeres, y un 80% vive por debajo de la línea de pobreza— ha realizado huelgas masivas y manifestaciones pidiendo mejoras salariales.

En los últimos años, el Primero de mayo ha visto manifestaciones muy importantes no oficiales. El 1 de mayo de 2006, el sindicato vertical decidió convocar su propia manifestación, a favor del programa nuclear iraní. Los manifestantes —100.000 personas, según algunas fuentes— pasaron de los lemas oficiales para gritar reivindicaciones laborales y a favor de seguir el ejemplo francés de huelgas masivas.

En el mismo año, incluso el sindicato vertical tuvo que criticar una propuesta de Ahmadineyad para dar inmunidad jurídica a las empresas de menos de 15 trabajadores.
Debe quedar claro que el descontento en Irán antes de las recientes elecciones no se limitaba a unos jóvenes ricos que soñaban con un estilo de vida occidental.

Las elecciones y las protestas

En las elecciones presidenciales de junio, el Consejo de Guardianes sólo permitió participar a cuatro candidatos, de los centenares que se habían presentado.

Como se sabe, uno de los 2 principales candidatos, Ahmadineyad, llevaba 4 años en el poder. Bajo su mandato la mayoría de la gente no ha visto ninguna mejora en lo económico, mientras que en los derechos sociales y políticos ha habido retrocesos, incluso respecto a las limitadas reformas de Jatami.

El candidato reformista no fue el impopular millonario Rafsanyani —aunque él dio pleno apoyo a la campaña— sino Hosein Musaví. Él fue Primer Ministro en los años 80, como representante del sector más purista de la revolución islamista; sabemos que en aquel período hubo represión, pero mucha gente también sabe que repartió más a los pobres —incluso en plena guerra— de lo que hace Ahmadineyad ahora, con el precio del petróleo a niveles récord.

Aún así, el programa económico de Musaví implicaba mantener el neoliberalismo actual.

Lo que animó a sus seguidores de a pie fueron sus promesas de cambio social; por ejemplo, la de eliminar las patrullas que van por la calle controlando la vestimenta de las mujeres, así como otros aspectos de la opresión machista.

Su campaña alcanzó una dinámica inusitada en Irán, por lo que hubo sospechas de fraude cuando se anunció la victoria de Ahmadineyad en la primera vuelta, con más del 60% de los votos. En 2005, no llegó al 20% en la primera votación, y parece poco probable que su presidencia y las promesas incumplidas hayan multiplicado su voto por tres.

De todas formas, millones de iraníes no se creyeron los resultados, y salieron a la calle para protestar.
Los medios occidentales enfocaron, como siempre, hacia la gente más acomodada de los barrios más ricos del norte de Teherán. Incluso es posible que las protestas empezasen allí: la clase media debió sentir menos miedo a manifestarse que la gente trabajadora que lleva años sufriendo la brutal represión hacia sus huelgas y sus manifestaciones del Primero de Mayo.

Pero muy rápidamente, como se podía ver de los vídeos colgados en YouTube, las protestas se extendieron a la parte más obrera del sur de Teherán, y fuera de la capital.
Hubo manifestaciones masivas en Isfahan —una ciudad industrial a unos 300km al sur de la capital— así como en Tabriz y otras ciudades azeris y kurdas, en el norte del Estado iraní.

Es muy significativo que las organizaciones clandestinas obreras de Irán Khodro, la fábrica de coches, y de los buseros de Teherán apoyasen las protestas
Las manifestaciones masivas continuaron durante muchos días, antes de decaer. Al igual que en 1979, el régimen utilizó sus fuerzas paramilitares reclutadas entre los más pobres —los basiyi— para reprimir a los demás. Aún así, las protestas continuaron, por ejemplo el 9 de julio, cuando miles de manifestantes conmemoraron el 10º aniversario de las protestas estudiantiles de 1999.

En el momento de escribir es difícil saber cómo se desarrollará la situación, pero se pueden sacar algunas conclusiones iniciales.

Frente al imperialismo y los jefes

Los y las propios iraníes son muy conscientes del problema de la presión imperialista contra su país. Aparte de las amenazas militares, en 2008 EEUU presupuestó 100 millones de dólares para “promover la democracia” en Irán.

Pero esto no significa que quien lucha contra los jefes iraníes sea necesariamente “un agente comprado y pagado del gobierno de EEUU”, como dijo un comentarista acerca de Musaví, en un artículo publicado en Rebelión. Los que argumentan así —como Petras cuando acepta como buena la retórica antiimperialista de Ahmadineyad— repiten la política desastrosa de la izquierda iraní de 1979.

Además, como ya se ha comentado, el imperialismo no es simplemente EEUU.

Ahmadineyad se lleva mal con el imperialismo norteamericano, pero tiene fuertes lazos con Rusia — poder imperialista histórico en Irán y hoy carnicero en Chechenia— y con China, que oprime a los uigures y a los tibetanos.

No hay que limitarse de forma unidimensional a (algunos) factores internacionales. Hay que incluir el análisis de las divisiones de clase en Irán, algo complejo pero clave.
Todas las facciones de la clase dirigente iraní quieren defender sus intereses como clase, tanto frente al capital extranjero como ante su propia clase trabajadora. Su problema es que no se ponen de acuerdo.

La crisis entorno a las elecciones ha explotado, en parte, porque algunos dirigentes reformistas están ya hartos de su trato a manos de Jamenei, que ha abandonado la neutralidad entre facciones que requiere su papel de Líder supremo. Tras años de jugar según las reglas del sistema, se sumaron a las movilizaciones en la calle.
Esta división en la cúpula creó una grieta que contribuyó a la explosión desde abajo.

En cuanto las protestas se iniciaron —y en el barrio que fuese— todas las tensiones acumuladas en Irán empezaron a estallar: las luchas obreras; la cuestión nacional; las demandas de las mujeres, etc.

Esto plantea la necesidad de una izquierda consecuente, capaz de impulsar estas luchas desde abajo. En 1979, la izquierda iraní dio por bueno el antiimperialismo de Jomeini. Hoy el peligro es que se crean las promesas de los reformistas. La alternativa es participar en las movilizaciones a la vez que se intenta organizar de forma independiente a la gente trabajadora, los estudiantes radicales, etc.

La vieja izquierda, con toda seguridad, no está por la labor: existe casi exclusivamente en el exilio, y sufre de un fuerte sectarismo, “pre Seattle”, digamos. Pero hay indicios de nuevas fuerzas que quizá se desarrollen en este sentido.

La misma organización estudiantil que tomó la embajada de EEUU en 1979 —Daftar-e tahkim-e vahdat— y que fue efectivamente el sindicato estudiantil del régimen en los años 80, forma parte de la oposición desde finales de los 90 y hoy participa en las protestas. La forman corrientes muy diversas, algunas de ellas francamente pro imperialistas. Pero otras han recorrido la trayectoria desde el islamismo conservador hasta posiciones de izquierdas.

Es sólo un ejemplo de cómo hay que romper los esquemas preconcebidos al mirar hacia un país como Irán.

Solidaridad frente a la represión... y contra las bombas

Si bien las semillas de una izquierda anticapitalista en Irán tienen una enorme tarea por delante —la de luchar contra su propia clase dirigente a la vez de mantener una oposición fuerte contra el imperialismo en todas sus formas—, la de la izquierda anticapitalista occidental tampoco es fácil.

Como se ha argumentado antes, debemos apoyar a nuestras hermanas y hermanos en Irán en sus luchas, no alinearnos con el régimen que los reprime. Pero menos aún debemos alinearnos con los gobiernos occidentales que utilizarán cualquier excusa para fortalecer su influencia en Oriente Medio.

Ya lo dijo claramente la Plataforma Aturem la Guerra de Barcelona, en una declaración a favor de los derechos democráticos en Irán: “la situación interna de Irán no justifica ninguna intervención político-militar ni sanciones contra el país por parte de Occidente y el Estado de Israel. Si los países occidentales quieren ayudar a los pueblos de la zona, pueden empezar con la retirada de las tropas de Irak y Afganistan, y dejando de armar y apoyar a los gobiernos autoritarios de la región, especialmente a Israel.”

Esta amenaza sigue siendo muy real. Ninguna mejora vendrá de la mano de la intervención occidental, sea cual sea el adjetivo —humanitaria, democrática…— que le pongan. Toda la región está en convulsión. Se nos plantearán cuestiones difíciles, que requerirán de análisis, y también de movilización. No bastará con los viejos esquemas de la Guerra Fría, ni con la nostalgia que ve a Ahmadineyad como a un Castro o Daniel Ortega iraní.

Nos servirán mucho más los instintos que hemos desarrollado estos últimos años en los movimientos anticapitalista y antiguerra, contra el imperialismo y por la solidaridad desde abajo.

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